Nos dicen que estamos en la era del empoderamiento. Que los jóvenes, más que cualquier generación anterior, son libres de elegir: qué comprar, dónde vivir, qué carrera seguir, cómo expresarse. En la palma de sus manos llevan un mundo de opciones: miles de tiendas en línea, aplicaciones de micro inversión, herramientas financieras, ofertas de préstamos instantáneos, servicios de suscripción, marcas de estilo de vida. Todo está personalizado. Todo está optimizado. Todo se presenta como su elección.
Y sin embargo, cuando observamos más de cerca la vida financiera de los jóvenes en toda Europa, especialmente aquellos provenientes de entornos vulnerables o marginados, comienza a surgir una imagen más compleja e incómoda. Una imagen no de autonomía informada, sino de influencia sistémica. No de libertad, sino de restricción. Lo que parece ser una elección es, a menudo, una ilusión, cuidadosamente moldeada por fuerzas que los jóvenes rara vez ven o controlan.
Comencemos por la superficie: la cultura del consumo.
Para los adolescentes y adultos jóvenes, el consumo es más que un comportamiento económico: es una forma de construcción de identidad. Desde la ropa que visten y las marcas que siguen, hasta los dispositivos que usan y las vacaciones con las que sueñan, el consumo se convierte en un lenguaje de pertenencia. Las plataformas de redes sociales, construidas sobre algoritmos de amplificación, no solo reflejan estas preferencias, sino que las crean. Los anuncios dirigidos, el contenido de los influencers y las tendencias virales moldean los deseos incluso antes de que se articulen de forma consciente. Un joven puede creer que está tomando una decisión independiente, pero en realidad su atención ha sido cultivada, sus necesidades han sido moldeadas y sus opciones han sido seleccionadas mucho antes.
Los programas de educación financiera, en su forma tradicional, a menudo suponen que la toma de decisiones es cuestión de pensamiento racional. Enseñan a elaborar presupuestos, comparar precios, analizar costos y beneficios. Pero estos modelos rara vez consideran las dimensiones emocionales, sociales y culturales de la vida financiera. No se preguntan por qué un joven siente la necesidad de comprar cierto producto, o por qué, con ingresos limitados, sigue gastando en marcas de alto estatus. No consideran cómo los entornos digitales manipulan la escasez y la urgencia —“¡solo quedan 3!”, “¡la oferta expira en 2 horas!”—, o cómo la vergüenza y la aspiración moldean el comportamiento financiero.
Enseñar a los jóvenes sobre el dinero sin abordar estas dinámicas es perder el sentido de fondo.
Pensemos, por ejemplo, en la creciente normalización de la deuda como herramienta de estilo de vida. Los servicios de Compra ahora, paga después (BNPL, por sus siglas en inglés) se comercializan no como productos financieros, sino como potenciadores de libertad. Un teléfono nuevo, una entrada para un concierto, unas zapatillas: no hace falta esperar ni ahorrar. Paga en cuatro cómodas cuotas. Sin intereses, sin preocupaciones. Hasta que, por supuesto, se incumplen los pagos, se generan comisiones y se compromete el crédito futuro. Pero para entonces, el contrato financiero ha sido absorbido no como un acuerdo formal, sino como una comodidad social: otra aplicación, otro botón para pulsar.
Y aquí es donde la ilusión de la elección se vuelve más peligrosa: cuando oculta la desigualdad estructural.
En los hogares de clase trabajadora o migrantes, donde la presión financiera es constante y la confianza institucional es baja, los comportamientos financieros informales se desarrollan desde temprano. Se accede al crédito a través de redes de conocidos o servicios no regulados. Ahorrar es difícil, no por falta de disciplina, sino porque el margen entre los ingresos y la supervivencia es muy estrecho. La educación financiera, si llega, suele sentirse desconectada de la realidad cotidiana. El consejo de “ahorra el 20% de tus ingresos” resulta vacío cuando esos ingresos son inestables, condicionados o insuficientes desde el principio.
Mientras tanto, sus pares de entornos más acomodados pueden acceder a las mismas herramientas —BNPL, bancos móviles, aplicaciones de inversión— pero en un contexto de redes de seguridad y conocimientos familiares. Si cometen un error, es recuperable. Si se retrasan, alguien interviene. De este modo, las herramientas financieras que dicen democratizar el acceso, en realidad refuerzan la desigualdad. Ofrecen la misma experiencia superficial, pero con consecuencias muy diferentes.
La pregunta que debemos hacernos, entonces, es: ¿cómo se ve la verdadera autonomía financiera para los jóvenes hoy?
No es simplemente la capacidad de gastar, suscribirse o invertir. Es la capacidad de comprender los términos del juego. De reconocer la diferencia entre marketing y valor. De nombrar las presiones que moldean sus decisiones. Detenerse el tiempo suficiente para preguntarse: ¿Realmente necesito esto? ¿Puedo permitírmelo? ¿Quién se beneficia de mi decisión?
Ese tipo de autonomía no se entrega. Debe construirse a través de la educación, sí, pero también mediante la reflexión, el diálogo y la conciencia crítica.
Debe comenzar no con aplicaciones, sino con preguntas:
- ¿Por qué confío en una marca y no en otra?
- ¿Por qué me avergüenza decir que no puedo permitirme algo?
- ¿Por qué creo que tener más me hace ser más?
Estas no son preguntas financieras en el sentido tradicional. Pero son la base de la autoconciencia financiera. Sin ellas, el conocimiento sigue siendo técnico. Con ellas, se vuelve transformador.
La economía digital no es neutral. Está diseñada para optimizar el compromiso, no el bienestar. Para los jóvenes que crecen dentro de este ecosistema, la línea entre el deseo personal y la influencia externa es cada vez más difícil de distinguir. La autonomía en este contexto no puede darse por sentada: debe practicarse.
Esta es la verdadera tarea de la educación financiera hoy: enseñar no solo números, sino narrativas. Ayudar a los jóvenes a leer el mundo financiero como si fuera un texto: de forma crítica, reflexiva y con sentido de agencia.
Solo entonces podremos empezar a transformar la ilusión de la elección en algo real.